La fuerza de voluntad, uno de los conceptos más importantes en la actividad deportiva, si no el más decisivo, tiene que ver con la fe, con la creencia en nuestra capacidad para enfrentar y derrotar al dolor. Quizás la voluntad no sea un término útil en psiquiatría, capaz de enderezar neurosis, entuertos sexuales o perversiones criminales, o políticas si vamos al caso, pero en la vida de los atletas de alta competencia es fundamental. La autobiografía de Lance Armstrong, el deportista más destacado y sobresaliente de los últimos cien años, muy superior a Michael Phelps o incluso al corredor etíope Haile Gebreselassie que rompió la barrera de las 2 horas y 4 minutos en el Maratón de Berlín, pulverizando su propio record mundial, revela dimensiones insospechadas en la élite deportiva mundial. El título es revelador – No se trata de la bicicleta – y su contenido, que uno termina por devorar, posponiendo cualquier urgencia laboral o personal, cuenta el viaje de regreso a la vida, una jornada épica sin lugar a dudas, por la que tuvo que pasar el gran ciclista norteamericano. Saber que tenía cáncer en los testículos fue una noticia devastadora para su carrera profesional, pero enterarse al finalizar la intervención quirúrgica, que realmente era una metástasis con ramificaciones en el abdomen, los pulmones y el cerebro, que ameritaba otra operación y quimoterapia adicional, con muy pocas probabilidades de vida, era peor que la muerte.
Una vez le preguntaron qué tipo de placer podía obtener montando bicicleta por tanto tiempo, siete, ocho horas diarias durante meses. A lo que contestó: “¿Placer?, no entiendo la pregunta. Yo no lo hago por placer, lo hago por el dolor.” Comparado con el Tour de France, la agonía física producida por el cáncer y la quimio eran insignificantes. Se sentía como si le hubieran hecho trampa: no era tan fuerte como esperaba. Poco a poco se fue dando cuenta de que la enfermedad tenía un propósito: debía mejorar y no sólo en su condición de atleta. Y llegó a ser mejor deportista: perdió más de diez kilos de peso y su cuerpo se transformó radicalmente. Dos años después de haberse detectado el tumor, ganó el primer Tour. Ya no era el triatlonista exitoso que nadaba 10.000 metros diarios o corría docenas de kilómetros, compitiendo desde muy temprana edad. A Venezuela vino una vez y participó en un triatlón en la Isla de Margarita. El suyo era un cuerpo musculoso, ancho y ágil, pero lento. La enfermedad le hizo perder mucho peso y regreso a la carreras más liviano, capaz de derrotar a los escaladores en las subidas, tanto como a los velocistas en las pruebas de tiempo. Pero no estaba seguro si era un deportista a tiempo completo que había derrotado al cáncer o un sobreviviente al cáncer que hacía deporte. Prefirió lo último y de ahí el empeño que le puso a la fundación que lleva su nombre – www.livestrong.org – y financia investigaciones contra la enfermedad y mejor calidad de vida para pacientes a todo lo largo del mundo.
Su enemigo era la desilusión, la depresión, el cinismo cotidiano del desengaño, la negatividad del mundo que envuelve al paciente y lo arropa, negándole la posibilidad de una puerta abierta de regreso a la salud. El cáncer puede ser un cataclismo, un acontecimiento apocalíptico, capaz de cercenar al espíritu. De ahí que la terquedad pueda ser tan importante, llámenla fuerza de voluntad si quieren. La victoria más grande nunca fue el Tour de France, sino regresar a la vida. Y ayudar a innumerables atletas, niños o personas sedentarias y flojas, a derrotar al cáncer y recuperar la alegría. La salud se conquista, no es gratuita, y en el esfuerzo está la recompensa.
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